Vivimos —por suerte o por desgracia— en una época dominada por la imagen. La arquitectura no es ajena a este fenómeno. Hoy más que nunca, proyectamos espacios que primero deben seducir al objetivo de una cámara antes incluso de acoger la vida que se desarrollará en ellos. La fotogenia ha desplazado en demasiadas ocasiones al sentido común, y se celebra como acierto lo que, en realidad, desoye las necesidades más esenciales del habitar.
Recuerdo aquella frase de Stendhal: “La belleza es una promesa de felicidad”. Y continúa: “Cada cual tiene una idea de belleza de acuerdo con la época y las circunstancias en que le ha tocado vivir”. Esa idea, mutable por naturaleza, nos obliga a mirar con distancia crítica las modas que emergen, incluso las que parecen asentarse como dogmas. Porque no todo lo bello en la imagen es necesariamente bueno para ser vivido.
Uno de esos elementos que la arquitectura contemporánea ha abrazado con fervor —especialmente en el diseño de viviendas unifamiliares— es la doble altura en el salón. Espacios majestuosos, abiertos, verticales, que buscan el asombro a primera vista. Se elevan sobre sí mismos como escenarios de una vida que parece más cinematográfica que cotidiana. Pero ¿qué ocurre cuando nos detenemos a vivirlos?

La percepción del espacio y lo humano
Existe en el ser humano un instinto profundo que regula cómo nos sentimos en un lugar. No es algo consciente, pero actúa. El orden y la simetría, por ejemplo, nos transmiten calma, sosiego, una cierta sensación de control. Lo inesperado, lo excesivo, lo abierto sin contención, puede generar en cambio alerta, inquietud, incluso desasosiego.
Sentarse en un salón de doble altura puede ser una experiencia imponente. Pero también puede resultar extrañamente incómoda. Algunos se sienten expuestos, otros simplemente no logran relajarse del todo. Hay quienes, incluso, evitan sentarse en sofás cuya espalda no está protegida por una pared. No es un capricho: es un reflejo ancestral de supervivencia, una forma de buscar refugio, de protegernos desde la arquitectura de lo que no vemos.
Y sin embargo, diseñamos esos espacios una y otra vez, porque son bellos. Porque en una imagen funcionan. Porque parecen expresar amplitud, riqueza espacial, apertura. Pero… ¿y la experiencia? ¿Y el descanso? ¿Qué sentido tiene un salón donde cuesta recogerse, donde el volumen genera reverberación, donde la escala impide el cobijo?
¿Es la doble altura una decisión coherente?
Desde luego, no se trata de demonizar el recurso. Las dobles alturas bien pensadas pueden ser magníficas. En edificios públicos, en zonas de tránsito, en espacios donde el dinamismo o la teatralidad están justificados, la doble altura encuentra su lugar. Incluso dentro de la vivienda unifamiliar podría tener sentido, por ejemplo, en un comedor, lugar de encuentros, de conversación animada, de movimiento.
Pero el salón… El salón es otra cosa. Es donde nos tumbamos, donde cerramos los ojos, donde se apaga el mundo exterior y comenzamos a habitar lo íntimo. En ese contexto, ¿es coherente crear un espacio que activa en lugar de relajar? ¿Que obliga a mirar hacia arriba, que multiplica las vistas cruzadas, que expone y no protege?
A esto hay que añadir un factor nada menor: el coste energético. Climatizar un espacio de doble altura implica un consumo muy superior. El confort térmico se convierte en una lucha constante contra la física del aire caliente. Y todo para obtener una imagen.

Belleza habitada, no fotografiada
La arquitectura debe emocionar, sí, pero también debe sostener la vida cotidiana. Debe ser refugio, equilibrio, medida. La belleza no puede ser solo fachada. Debe encontrarse también en los silencios del espacio, en los rincones donde uno puede recogerse sin ser observado, en la proporción que no impone sino acompaña.
En definitiva, debemos preguntarnos con cada trazo del proyecto: ¿estamos creando un hogar o una postal? ¿Estamos diseñando para habitar o para impresionar? La respuesta a esa pregunta marcará la diferencia entre una arquitectura que se vive… y una que solo se mira.

